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Jueves, 10 Diciembre 2020 10:26

La sirena atormentada.

Me pareció haberla visto saltar sobre las olas un día de bruma. Lo atribuí a un desvarío, a un golpe de calor, a un sueño incompleto, quizá a no llevar puestas las gafas de lejos, lo más probable. Al cabo de los días, con la alucinación ya olvidada, paseaba por entre los encajes del mar absorto en los volantes de espuma. Sería ahora mismo incapaz de refrescar aquellos pensamientos de entonces, además de nada serviría traerlos a la memoria. Allí quedaron, allí están bien. Me turbó, eso sí, advertir que, en un día tan soleado, tan luminoso, una nube casi negra, o mejor, de color carboncillo desvaído, anduviera anclada e inmóvil en el mismo punto. Fui hasta aquel nublado confuso quizá del mismo modo que la mariposa se acerca hasta quedar prendida en la tela de araña. Me atrapó verla sentada sobre una roca con su cara entre las manos.

Paso a paso me alejé de la orilla de la mar. Su figura extraña se me hacía más nítida cuanto más era la cercanía. A poco menos de un metro de distancia, ella levantó su mirada hacia mí. Tuve que apartar mi vista de aquellos ojos que de tan pulidos transparentaban, a través de ellos podía verse la inmensidad de lo infinito del cielo y de la mar. El vértigo de lo indescifrable me sujetó los pies a la arena de la playa, por un momento me sentí estatua incapaz de movimiento. 

Hilos de algas coralinas se deslizaban hacia mis pies. “Son mis lágrimas”, dijo. “Me llamo Parténope y desapareceré cuando se hayan cumplido cinco pleamares más”. Jamás antes había escuchado una voz con aquella dulzura ni con tanta tortura. Tras un esfuerzo de todas mis capacidades logré sentarme frente a ella absolutamente exhausto. No acertaba a articular palabra, tan sólo podía escuchar la música de sus palabras. Supe, porque Parténope me lo contaba, que desde siglos atrás recorría los mares en la incierta búsqueda de Ulises. Se había enamorado del único hombre que no atendió a sus reclamos, que no saltó del barco para escuchar de cerca sus susurros melodiosos. Estaba escrito, Parténope lo sabía y yo también, que las sirenas tenían una sola obligación: atraer a los marineros a los dominios de Neptuno, pero si algún hombre era capaz de oírlas y no era atraído por ellas, debían morir.

Parténope giró su cuerpo. Pude ver por completo al ser de cabellos largos, a la mujer con las piernas abrazadas de caracolas, de caballitos de mar, de conchas con perlas, de coral, y algas que le cubrían en parte dos aletas brillantes de tamaño similar a las que yo uso cuando buceo. Me hizo una pregunta: ¿tú dejarás que me muera?

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Ricardo Alba Santamaría

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