Acostumbrado a la indiferencia de quienes pasan a su lado no levanta la mirada del suelo. Su figura no encaja en el paisaje, o el paisaje no acepta semejante estampa, una pintura fuera de lugar. Ha de haber un dios, mayor o menor, de los vagabundos o vagamundos, tal vez del Diógenes ambulante, no se sabe. No se sabe de dónde viene, menos aún hacia dónde va, arrastra su abandono en un carro reciclado, metáfora tal vez de sí mismo, todo nace y muere y nace de nuevo. Dos bicicletas, un somier con colchón de muelles, un cubo de basura comunitaria, bolsas con sus tesoros extraídos de un contenedor.
Camina hacia la nada, quizá a la puerta de algún supermercado donde otros ‘hermanos errantes’ hacen parada y fonda en una esquina. En otros tiempos sería ‘el hombre del saco’, ahora es el retrato de los ‘sin casa’ por libre albedrío o ‘el mal de ojo del destino’. Es un personaje molesto, mejor no verle, ignorarle, no vaya a despertar la mala conciencia, preferible dejarle coleccionar basura antes de mover los cimientos de una sociedad imperfectamente organizada sin cabida para quien elige o es obligado a la vida callejera.
La barba y melena de este solitario ‘homeless’ es triste, desdibujada, como su ropa. Se para delante de cada contenedor de basura, abre la tapa e introduce la mitad de su cuerpo en él. Al cabo de unos minutos se compone el cuerpo entero en tierra firme. En algunos cubos de desperdicios hay suerte, algo se encuentra, en otros nada, sólo tiempo perdido. Ya nadie le observa, todo lo más con el rabillo del ojo, es el miedo a ver la locura o la pobreza o ambas, más aún, el miedo a verse copiado en su mismo espejo. Reinicia la andadura ajeno a todos, a todo, sin pedir nada, adonde le lleve el día y le coja la noche.
